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La producción legislativa como métrica de evaluación de un legislador: menos es más

Desde la consolidación de la pluralidad partidista que la transición democrática mexicana provocó a partir de 1997, el poder legislativo, tanto a nivel federal como local, pasó de ser un órgano testimonial a un espacio de verdadera discusión y negociación. Una de las vertientes en las que se pudo observar su creciente dinamismo fue en la producción legislativa: entre 1985 y 2015, el promedio de iniciativas por legislador creció más de 2,500% (Bárcena, 2019). 

La democratización alteró no sólo la forma en la que los ciudadanos percibían al Congreso, también afectó la forma en la que los legisladores se percibían a sí mismos dentro del sistema político, pasando “de agentes pasivos a conductores del proceso de elaboración de ley”, como señala Bárcena (2017) al observar que, antes de 1997, menos del 10% de los legisladores presentaba iniciativas a nombre propio, una proporción que creció para estabilizarse en un 75% durante las cuatro legislaturas posteriores. 

Este nuevo rol político que adquirían los legisladores no pasó desapercibido para la opinión pública y los medios de comunicación, quienes, gracias a las nuevas políticas de transparencia que el poder legislativo federal (y a distintos grados, los subnacionales) empezó a aplicar a partir de la primera década del siglo XXI, podían por primera vez tener estadísticas claras del trabajo legislativo.  

Esta novedad provocó una oleada de notas periodísticas y de opinión criticando el trabajo de los legisladores, con especial énfasis en la producción de proyectos de ley que presentaban durante una legislatura. Esto significó que la producción legislativa, entendida como el número de iniciativas o puntos de acuerdo que presenta un legislador, pasó a ser la principal métrica de su desempeño. 

Sin embargo, vale la pena preguntarnos si realmente el número de proyectos que un legislador presenta es una medición suficiente para poder evaluar su desempeño. Es cierto, la creación de legislación es una de sus principales funciones, pero no es la única; dependiendo de la cámara de origen, los legisladores también supervisan la cuenta pública, nombran funcionarios, aprueban el presupuesto y sirven como un contrapeso político.  

A pesar de esto, la métrica de la producción legislativa permanece invariablemente como la predilecta para evaluar a un legislador en la opinión pública, creando una conclusión bastante reduccionista: un buen legislador es el que presenta proyectos de ley o reformas. Es decir, a mayor número de iniciativas, mejor será el legislador.  

Esto ha provocado que en los últimos años, los parlamentos se vean prácticamente inundados de proyectos legislativos que resultan, en la realidad, imposibles de atender. De acuerdo con la estadística de la LXV Legislatura de la Cámara de Diputados, de 2021 a 2024 se presentaron 7,999 iniciativas, de las cuales solo se aprobaron 853, se desecharon 430 y 611 fueron retiradas, quedando pendientes 6,105 proyectos (Cámara de Diputados, 2024). Esto significa que apenas se atendieron el 17.3% de las iniciativas presentadas.  

Este resultado lleva a su vez a otra crítica; a una sobre la pobre eficacia del poder legislativo. Entendiéndose bajo el cuestionamiento de que, si una de las dos cámaras federales no puede atender ni el 20% de los proyectos que surgen en una legislatura, ¿cómo puede justificarse entonces el enorme gasto público derivado de sus funciones? Con esto, vemos que se crea un círculo vicioso cuya conclusión, al parecer irrefutable, es que el poder legislativo en México parece no funcionar.  

Ahora bien, lo cierto es que el número de proyectos que un legislador presente no dice nada sobre su calidad como parlamentario, al menos no algo de valor analítico; empeñarse en resaltarla provoca una respuesta que entumece otro tanto al quehacer diario del Legislativo, al verse rebasado por numerosos proyectos cuya finalidad pareciera ser únicamente la de ampliar la cartera de iniciativas presentadas por un legislador en aras de cumplir con esta expectativa.  

Esta visión de desempeño evidencia un desconocimiento sobre los tiempos del trabajo legislativo. Y es que, en muchas ocasiones, un proyecto de ley (en especial la expedición de un nuevo ordenamiento o una reforma profunda) requiere años de esfuerzos, negociación y trabajo para poder avanzar, traspasando en ocasiones los periodos de una legislatura. Un valor agregado al tema del tiempo es que estos procesos largos resultan generalmente en proyectos más profundos, absteniéndose en su mayoría de buscar meras correcciones “estéticas” a las leyes.  

Las funciones de un legislador, como fue señalado anteriormente, van mucho más allá de legislar e incluso de sus cometidos estrictamente legales; muchas veces los legisladores, particularmente aquellos con experiencia, sirven de operadores políticos: gestionan sus bancadas, hacen transitar proyectos, tienden negociaciones entre grupos parlamentarios y mantienen comunicación vital con otras instituciones, el sector privado y organizaciones de la sociedad civil.  

Por este motivo, es vital que desde la sociedad identifiquemos aspectos más útiles para evaluar el desempeño de nuestros representantes, considerando que la calificación puramente cuantitativa de su trabajo no nos dirá mucho y, por el contrario, otorgaría incentivos adicionales para aumentar la ineficiencia del Poder Legislativo, desbordándolo de proyectos y superando su capacidad de resolución.

Así entonces, aunque es entendiblemente más tedioso, realizar una evaluación cualitativa del trabajo de un legislador nos revelará mucho más sobre su desempeño; hay que preguntarnos: ¿qué leyes quiere reformar?, ¿con qué objetivo?, ¿qué tan profundo es el proyecto? Y, posteriormente, ¿logró su aprobación? En realidad, una evaluación del trabajo legislativo eficiente debería consistir en distinguir proyectos puramente ornamentales de aquellas “propuestas que buscan un verdadero cambio en la colectividad y que abonan a la gobernanza de un país” (Bárcena, 2019).  

Adicionalmente, resulta indispensable que el poder legislativo sea más eficaz para comunicar su trabajo. Es preciso, en esta línea, que reconozca la necesidad de traducir su quehacer en términos cualitativos sencillos de entender y que colabore asimismo para replicar esta tendencia ante otras instancias públicas y a nivel subnacional. Resulta contraproducente, por ejemplo, que el mismo Congreso de la Ciudad de México presente como estudio de desempeño legislativo una métrica sencilla de iniciativas presentadas por legislador desglosadas en género (Pérez & Castellanos, 2022), ya que esto no contribuye a la revisión efectiva del desempeño de sus diputados. 

Con todo, es incuestionable que los parlamentos son instituciones perfectibles que deben ser cuidadosamente vigiladas. No obstante, dicha vigilancia debe partir de elementos con un valor analítico que verdaderamente nos ayude a entender cómo funcionan y qué tan bien nos representan. En la medida en la que podamos comprender mejor al poder legislativo, mejor será nuestra fiscalización de éste y, por ende, su funcionamiento.  


Este texto fue escrito por Gene Rodríguez, consultor en Grupo Estrategia Política.

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